«Sí, el cerebro puede cambiar y evolucionar»

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Barbara Arrowsmith-Young nació con problemas de aprendizaje graves. A los 6 años le fue diagnosticado «bloqueo mental», que en la actualidad se identificaría como «discapacidad múltiple del aprendizaje». Sus profesores confesaron a sus padres que nunca sería capaz de aprender como el resto de los niños. A los 26, apoyándose en su excelente memoria, consiguió abrirse camino en la escuela de postgrado, donde conoció el trabajo del neuropsicólogo ruso Aleksandr Luria. Fue su trabajo la base en la que Arrowsmith-Young se inspiraría para crear los ejercicios cognitivos que lleva más de 30 años desempeñando. Acaba de visitar en Madrid para presentar su libro «La Mujer que transformó su cerebro».

¿Cuál es la base de su método de aprendizaje?

En todos estos años he aprendido que igual que nuestro cerebro nos moldea, nosotros podemos moldear nuestro cerebro. Es moldeable, capaz de cambiar y está en constante evolución. A lo largo de la vida puede reestructurarse y pueden surgir nuevas conexiones neuronales e incluso desarrollarse nuevas neuronas. Mi caso es el mejor ejemplo. Durante más de 20 años viví sin entender qué es lo que me pasaba. Estaba desesperada y deprimida. Tenía múltiples deficiencias de aprendizaje y incapacidad de asociar palabras con ideas y conceptos. Es lo que yo llamo tener un «trozo de madera» en el cerebro.

¿Qué es lo que le ocurría?

Por ejemplo, no podía leer un reloj… No podía entender algo tan sencillo como la relación entre la aguja de la hora y el minutero. Cuando leía un libro tenía que leer las cosas 20, 30 o 50 veces. No comprendía el significado. Sabía que tenía que hacer deberes, pero no entendía los enunciados. Era incapaz de llevar una vida normal sin un gran esfuerzo por mi parte y de mi familia.

«Tenía una memoria auditiva y visual casi total, pero por otro lado era una idiota»

¿Y cómo llega a la conclusión que su cerebro no funciona correctamente?

Lo fui aprendiendo poco a poco. Gracias a mi madre, que ideó una serie de tarjetas con números y letras y, a fuerza de mucho trabajo duro, logré superar el colegio. Eso y mi gran memoria. Tenía una memoria auditiva y visual casi total. Podía abrir un libro, leer la primera oración, la segunda y la tercera. Podía memorizar libros de ejercicios completos. Pero, por otro lado, era una idiota. Ya en la Universidad leía sobre un síndrome relacionado con la disfuncionalidad cerebral. El síndrome del impostor. Así es como yo me sentía; una impostora.

¿Cuándo se da cuenta de qué su problema tenía nombre y apellidos?

Agosto de 1967. Tenía 26 años y una compañera de estudios me regaló un libro de un neuropsicólogo ruso, Aleksandr Luria: «El hombre con un mundo destrozado». El libro contenía la investigación y las reflexiones de Luria sobre los diarios de un soldado ruso, Lyova Zazetsky, que había recibido un disparo en el cerebro. Yo también me sentía como si «viviera entre la niebla». Reconocí a alguien describiendo lo que experimenté. Descubrí que la bala que impactó a Zazetsky se había alojado en su región occipital-temporal-parietal izquierda, la unión crítica donde toda la información entrante de los lóbulos responsables de la vista, el sonido, el lenguaje y el tacto sintetizado, analizado y sentido. Me di cuenta de que, con toda probabilidad, esta era la región de mi cerebro que había estado funcionando mal desde que nací.

«Miles de niños, considerados imposibles de aprender, han asistido a mis escuelas durante tres años y han tenido éxito académico»

¿Y después? ¿Cómo aplicó esos conocimientos en su propio aprendizaje?

Primero descubrí el trabajo de Mark Rosenzweig que concluyó, tras experimentos en ratas, que el cerebro continúa desarrollándose, reformándose en base a las experiencias de la vida: un concepto conocido como neuroplasticidad. Y decidí que si las ratas podían crecer y tener mejores cerebros, yo también. Así que diseñé mi primer ejercicio para estimular mi cerebro.

¿En que consistió?

Ideé un ejercicio para fortalecer esa parte de su cerebro que procesa las relaciones entre dos ideas o dos cosas. El ejercicio, llamado, «lectura de reloj», cambió la forma en la que funcionaba mi cerebro. No fue fácil. Tuve que hacerlo durante 4 horas cada semana, semana tras semana. Siguiendo la idea de la neuroplasticidad, diseñé un programa de estimulación cerebral para que funcionaran las partes del cerebro que no lo estaban haciendo.

¿Cuándo surge la idea de aplicar este método de aprendizaje en los niños?

Fundé mi primera escuela en Toronto en 1980. Los ejercicios cognitivos han demostrado ser eficaces para ayudar a 19 funciones cognitivas distintas esenciales para la lectura, la escritura, las matemáticas, la comprensión general, el razonamiento lógico, la memoria visual o el procesamiento auditivo. Miles de niños diagnosticados con TDAH o dislexia, considerados como imposibles de aprender, han asistido a mis escuelas durante tres o cuatro años y han tenido éxito académico y profesional.

¿Pueden sus métodos aplicarse a la rehabilitación de pacientes tras haber sufrido un ictus, traumatismo cerebral, etc.?

Lo estamos haciendo con un grupo en Canadá. Queremos usar nuestro método de aprendizaje en la rehabilitación personas con estos problemas. Ya hemos tratado a algunos de forma particular en nuestros centros y hemos demostrado que es beneficioso. Pero no quiero dar falsas esperanzas; todavía tenemos que demostrarlo.